Por: Daniela Merizalde.
En la sala existía un profundo silencio, cuando el tercero de los hijos, mi padre, empezó a hablar:
-Buenas tardes, amigos y parientes – su voz, a pesar de la tristeza, mantenía su firmeza habitual- por favor permítanme en esta ocasión, no dirigirme a ustedes para dedicar unas palabras a mis hijas y a mis sobrinos – tras decir esto miró a un grupo de jóvenes con ojos llorosos, entre los cuales, naturalmente yo me encontraba.
-Quiero hablarles de la herencia de papá. Hace algún tiempo- continuó mi padre- tuve acceso a una especie de diario, el cual había pertenecido a mi abuelo, su bisabuelo, Alberto Merizalde. Ahí había escrito una serie de datos y llevaba cuenta de las deudas que tenía por cobrar, pero lo que más llamó mi atención, fue un borrador de testamento en el cual dejaba a cada uno de sus hijos algún bien y escrita al final esta frase llamó mi atención: “Dejo sobretodo un nombre sin mancha”. Y esto es también lo que nos deja papá: un nombre sin mancha. Un hombre que educó a sus hijos, mimó a sus nietos y sobre la base de trabajo construyó su casita de caña bamboo. Un hombre que poco antes del hospital disfrutó de su última cajetilla de cigarrillos con café tinto. Espero cuando yo muera, dejar tras de mí, como su abuelo, mi padre, “un nombre sin mancha”.
Dirigió hacia nosotros una última mirada, yo, impresionada por el efecto de sus palabras, había dejado de llorar. La sala recuperó su silencio inicial y mi padre volvió a su lugar.
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