Henry Bäx (Galo Silva B)
Nacido en Quito – Ecuador en 1966.
Obras publicadas: “Hungarian Raphsody” (Inglés). “El pergamino perdido”, “El psíquico”, “La muerte de un pintor”. Novelas de género negro o policiales. Obras de terror, ciencia ficción, narrativa, poesía, teatro, literatura infantil, compilaciones.
Primer finalista en I certamen de cuentos de terror “El niño del cuadro” y Finalista en la III convocatoria de la revista digital IES Ventura Morón. Madrid - España
El orate
–Shh cállate te digo, no hagas ruido...shh–.
Los sensuales pasos de la mujer retumbaban con inusitada exactitud. Parecía que lo había hecho otra vez. No sé porqué razón ella salía siempre desde el fondo del pasillo con aquella sonrisa mezcla de ironía, satisfacción y maldad; unas veces se acomodaba su apretado vestido insinuando su nefando cuerpo lujurioso. Otras, en cambio y, a sabiendas que la observábamos furtivamente, se acomodaba y subía sus medias negras de seda hasta el límite de su intimidad. Con sus uñas pintadas de carmín recorría sus torneadas piernas con picardía. Su inconcusa mirada, veneros de luz, eran antorchas de fuego y provocación. Su espléndida sonrisa pintada de rojo era voluptuosa porque sabía que la mirábamos; pero era peligroso tratar de salir del cuarto, más aún, sabiendo que todos los demás internos del manicomio estábamos advertidos del peligro al que nos enfrentábamos si tratábamos de escapar.
La primera vez que me llevaron al sanatorio “San Lázaro” me dijeron que era una clínica de reposo, pero era mentira. Era un sitio para maniaco–depresivos. A mí no me hizo gracia que me llevaran hasta allí. Al menos no creo que el motivo haya sido por que me traté de suicidar más de una vez, pero ¿qué podía hacer yo? Si la mancha que había en el cuarto de mi casa no dejaba de hablarme, y me decía insistentemente que me lance al vacío. Sí, sólo ella sabía que yo quería ser libre... Libre de mis problemas, libre de mis tormentos, de mis vicios y adicciones, libre de los demonios que me atormentaban, libre de mí mismo.
El otro orate que compartía mi habitación no era peligroso. El creerse Mario BROS no me significaba mayor peligro, claro está, siempre y cuando no me llegue a confundir con “Pupa” su archienemigo. Pero eso me tenía sin cuidado, lo importante era salir, salir a buscar mi ansiada libertad.
El primer obstáculo a sortear era la sensual enfermera, pero la verdad tenía mis dudas, ¿una enfermera con zapatos negros y de tacón? Muchos internos decían que ella en realidad era una psicópata al servicio del director (el más loco de todos), y que juntos achicharraban el cerebro de los más peligrosos o de los más incautos. A lo mejor experimentaban nuevas terapias, no lo sé. Cuentos de niños, cuentos de fantasmas, ¡mentiras! De lo que sí puede dar fe es que a veces las luces tenían una baja de voltaje; algo así como si alguien estuviese utilizando alguna cosa que consumía demasiada energía. Pero eso a mí no me interesaba, lo que me importaba era sólo mi libertad...
Esa noche, como siempre, la “enfermerita” había hecho su ronda rutinaria. Tenía en sus manos una charola, sobre ella había unas tazas con café. Desde la rendija de mi puerta podía verla. Su perfume a jazmín era penetrante. Su paso sensual producía hastío. Puso una taza en el piso, y con una voz sombría nos dijo:
–Que les aproveche el café, muchachos–. Luego lanzó una risa maligna y se marchó. El eco de sus palabras le siguieron por el pasillo. La taza de porcelana china estaba vacía y, acto seguido, rodó en el suelo con una cuchara de plata. Sabía que esa era mi oportunidad. Cogí aquel alambre que tenía escondido entre mis cosas. Con habilidad daba toques y topes a la cerradura, en instantes la chapa cedió. Giré con cuidado la manilla. Atravesé el umbral. El pasillo estaba poco iluminado. En el corredor había más puertas. Desde su interior salían risas, gritos, lamentos, discusiones, llanto. Con suma cautela me detuve en la puerta del fondo. Acerqué mi oído para escuchar. En aquel cuarto se oía desenfreno, lujuria y jadeo. Alcancé a percibir entre aquellos jadeos, que les tocaba el turno a los orates de la habitación 303. Me asusté porque hablaban de nosotros. Sin pensarlo dos veces, emprendí rauda carrera hasta el fondo, en donde se podía apreciar una hermosa y reluciente ventana abierta que me invitaba a mi ansiada libertad. Corrí y corrí, sin meditar y seguro de lo que hacía, me lancé al vació en busca de lo que realmente necesitaba. Mientras caía, plácido, al suelo, me dije a mí mismo:
–Ojala vaya alguien a mi funeral-
Henry Bäx.
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