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La cabeza de Jorge Barriga

Foto del escritor: JUAN CARLOS MERIZALDE VIZCAÍNOJUAN CARLOS MERIZALDE VIZCAÍNO

A papá, que me contó esta historia.

Caminaba por las calles de la pequeña ciudad, en ese lugar obtuve mi primer trabajo como jefe político del cantón. Estuve cinco años en esa función antes de salir para la capital como asesor de un diputado. Recorrí las callejuelas, sonreí pensando en los besos de mujeres jóvenes otorgados con tanta generosidad al nuevo doctor. Tenía entonces veinticinco años y un título en jurisprudencia, era 1934. Al atardecer, dediqué un recuerdo a esa mezcla de sol y frío que caracterizaban las últimas horas de luz en la población. Aún se encontraba mi mente en esas añoranzas, cuando pasó a mi lado un hombre de mediana estatura, empequeñecido por la constante mirada al suelo; llevaba barba y bigote descuidado, un viejo poncho lo cubría, ojos de locura, nariz alcohólica. Me saludó. Miré en su boca tres dientes pequeños pronunciadamente separados entre ellos y otro diente medio roto con una encía sangrante; rostro enrojecido con suciedad encarnada en las mejillas.

De manera inmediata mi mente se llenó con la imagen de un hombre que conocí en el cantón en esa época; lo imaginé cabalgando un caballo sobre el páramo, los pajonales y la tierra. Recordé el viejo poncho y el pantalón azul de tela gruesa con los cuales ingresó a la jefatura política. El bigote le llegaba hasta los labios. Silbaba una canción de ritmos casi alegres, un viejo pasillo de sabor colombiano no bautizado con el agua nacional de la tristeza. Sus dientes amarillentos sonreían. Entró a la jefatura del cantón con una caja; acostumbrado a esperar, se sorprendió cuando lo atendí de inmediato. Anunció lo que traía. Colocó la caja sobre el viejo escritorio de la oficina política. Puse mis manos sobre el escritorio, sobre el asiento de la capitanía, miré la caja con temor, observé por breves segundos la propaganda de jabón en ella. Y luego me contó la historia, mientras yo tecleaba palabras tras una gran máquina de escribir.

En ese entonces, en camiones viejísimos hacíamos tres horas desde el cantón hasta el pueblo donde sucedió el delito. Era en el viejo camino a la costa, antes de que se construya la vía por Santo Domingo. Siempre llovía levemente por las noches en ese lugar. Aunque el pueblo era solo una carretera con casas a los dos lados, las cantinas y salones atendían clientes, chóferes y pasajeros, hasta el amanecer. Cerca del pueblo una empresa italiana explotaba oro. Los obreros en el pueblo bebían, cantaban y se acostaban con prostitutas. Pensé en la declaración, en las veces que la volví a leer, en las modificaciones que le había realizado para volverla jurídicamente útil.

El detenido declara que llegó al pueblo diciendo que buscaba trabajo pero, que nunca hizo el mayor esfuerzo por encontrarlo. Que se sentó durante varios días en un restaurante a la entrada del pueblo, sacando plata de un pañuelo para pagar un plato de comida al día y una botella de puro. Que el 3 de Noviembre (siempre recordaré esa fecha, es de las cosas inútiles que uno recuerda) al anochecer colocó una moneda en la rocola, que oyó sonar un bolero, que siempre colocaba el mismo bolero. Que se sintió aburrido pues, había pasado en el pueblo cerca de un mes esperando a Barriga; que comenzaba a extrañar los aperos del caballo, el frío del páramo, los rebaños de ovejas, el calor de su hembra en una noche de lluvia. Que en esos días fingiendo emborracharse con los del pueblo, se había enterado de todas las actividades de Barriga cuando llegaba.

Jorge Barriga contrabandista y era cuatrero. En un enfrentamiento mató a uno de los dueños de las haciendas. El gobernador puso una recompensa a quien procure su captura. El pueblo afirmaba que habían puesto un precio a su cabeza.

Que finalmente llegó Barriga, que se apeó del caballo y se dirigió a la casa de Cristina Yépez, su mujer en el pueblo. Que lo miró desde el bar y sonrío. Que tomó con prisa un nuevo trago. Que Barriga estaba aún en brazos de Cristina cuando entró, que Barriga alcanzó su revolver pero él disparó primero logrando herirlo, que luego lo obligó a levantarse desnudo. Que la Yépez gritaba como loca insultos, que la hizo callar con un golpe. Que cogió por los pelos a Barriga y lo hizo arrodillar frente a la cama, que tomó el cuchillo y recordó la forma en la cual repasando ese momento había degollado la cabeza de una oveja; que comenzó a cortar hasta llegar a los huesos de la nuca y entonces sus manos rompieron huesos y cartílagos. Que en una funda colocó con cuidado la cabeza, que luego la puso en una caja de cartón, que se lavó las manos, subió a mi caballo, salió del pueblo. Que la Yépez vomitaba en el suelo. Que ahora venía a cobrar la recompensa, el precio puesto por esa cabeza ahora enfundada y celosamente guardada en una caja de jabón.

Como la legislación ecuatoriana no justificaba un crimen aunque el asesinado fuera buscado por la justicia, ordené de inmediato la prisión de Martínez. Supe que el juez le dio 15 años de reclusión. Hoy ante quien tal vez era él, los recuerdos vinieron con temor; miedo ante la grandeza, ante la dimensión, del hombre que mata, ante el hombre solo, sucio, con un viejo poncho cubriéndolo, con ojos de locura, nariz alcohólica. En prisión su orgullo se fue en borracheras interminables con aguas de colonia y orines.

Muchos de las personas que me han oído este cuento, me preguntan por qué Martínez, cortó la cabeza a Barriga. La verdad, no la sé, yo creo que quería saberse fuerte y valioso, tanto como para matar al que otros temían, no me convence que fuera solo por la recompensa, pero no lo sé con certeza, tal vez solo le animaba el dinero.

Soñé con un extraño mamotreto, tenía unos tres metros de altura, gradas para subir a la tarima y puestos específicos para algunos verdugos como el juez y el cura. Lo que más impresionaba era el largo palo, la guadaña de la muerte, pintado de negro completamente, elegante y fúnebre. Luego vi una madrugada, con un sol por salir y la procesión caminando ya por las calles, vestidos de modo grotesco llevaban en sus ropajes los símbolos de su delito; recorrieron el cantón, entraron a la plaza en donde esperaba la diosa a quien la gente adoraba. ¡Santa Muerte, líbranos del mal! Y el mal subió las gradas del mamotreto, a su lado el shamán con su misal conjuraba. Después un hombre blanco con una capucha negra le puso una serpiente en el cuello y la diosa muerte lo hizo suyo.

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¿Escribir algo sobre mí sin poner los títulos académicos?  mi hija dice que soy un poco ególotra, tal vez por eso escribo un blog.

 

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