Los cobardes miran el mundo detrás de una ventana; salen todos los días a la calle, conversan con la gente, pero al mundo lo sienten como algo ajeno e impersonal, los cobardes miran el mundo simplemente detrás de un cristal. Nada puede lastimarlos, y nada puede tocarlos.
¿Por qué le cuento esto? Tal vez con el solo ánimo de mostrar un momento de mi vida, detrás de un cristal. Usted no puede dañar mi forma de, por así llamarlo, ver la vida.
Al mes de la muerte de mis padres comencé a salir a la calle, me puse gafas, tomé mi bastón, empecé a caminar sin rumbo. En la primera vez no pasé de la esquina, por esto de la ceguera; pero, he ido practicando y logré llegar mucho más lejos. Es increíble, un lugar nunca es igual para un ciego, las sensaciones son siempre distintas. El paisaje de un parque se transforma: Unos días se lo siente amarillo, generalmente los viernes en la tarde, los niños juegan. Otros días se lo siente celeste, nadie está en él, solo la muerte recorre nostálgica los senderos del parque, martirizándose con su sentimiento de culpa; entonces alzo la voz.
—¡Hey! —le grito—. Amiga muerte, tú no eres la responsable, todos debemos morir algún día.
Ella me mira, me sonríe tiernamente, conversa conmigo un par de palabras. Luego se aleja por el camino celeste del parque.
En la tarde leía libros. Recuerdo lo mucho que me costó aprender braille. Conseguí la tabla en un libro, la elaboré en una cartulina, y la repasé muchas horas.
Así eran todos mis días, hasta que cierto lunes, al salir a mi caminata habitual, escuché un sonido de miércoles, la colegiala de la planta baja iba a clases de mecanografía con su máquina de escribir, ella recibe clases de mecanografía los miércoles. Sentí el agradable sabor de semana por acabarse. Era miércoles, debía ser amable. Uno puede ser descortés un lunes, pues todos son descorteses los lunes; uno debe mostrarse aburrido un domingo en la tarde, pues todos son aburridos los domingos en la tarde; uno debe ser alegre el viernes, pues todos se muestran alegres los viernes. Al pobre miércoles le tocó la mediocre posición de ser amable. “Buenas tardes señora, ¿qué edad tiene ya su hijita? !ah, chuza, cómo pasan los años! Un buen día señora”.
En la tarde de ese miércoles lunes, vino mi hermano a visitarme. Estuardo me propuso que contrate una enfermera. Si hubiera sido lunes le hubiera dicho: "Ándate al diablo, preocúpate de tus problemas, no me molestes, lárgate”. En cambio, como era miércoles, respondí: “Lo crees, te agradezco por preocuparte, pero estoy bien; además tengo una empleada, ella me prepara la comida”. Y todo lo dije con sonrisa idiota.
Tal vez un poco asombrado por lo cortés de mis palabras, Estuardo insistió en su propuesta. Como el código de los miércoles obliga a ser amable pero no paciente, decidí cortar ahí la conversación expresándole un simple "me parece bien".
Al siguiente día llegó Alejandra, olí su agua de rosas, su ningún perfume, oí su media sonrisa, su vos rural, migrante, de muchacha tímida. Créalo, oí también, el ligero tic nervioso de su labio. Luego una pequeña entrevista.
“Siéntate, ¿cómo te llamas?”. Respuesta. Silencio. “No necesito mucha ayuda, el sueldo es el básico. Si decides no trabajar, no hay problema”. Silencio. “Bueno, ¿qué decides?” Respuesta. Silencio. “Está bien, puedes retirarte, espera, ¿cómo dijiste que te llamabas?”. Respuesta. Silencio.
Pasó un mes entero en el cual después de nuestra primera conversación, apenas si le dirigí la palabra, cosas como: “No necesito tu ayuda, déjame”. En todo caso, me divertía con ella, la llamaba solo para escuchar su silencio; pasaban unos diez minutos y luego finalmente me cansaba y me iba. Su silencio.
Oiga, ha abierto usted su boca tratando de beber el sol, y por momentos la oscuridad se le ha llenado de pequeños puntos luminosos en los párpados. Sentí un insecto moverse por mi brazo derecho y decidí de pronto jugar a ser dios, moví mi mano izquierda y la pasé rápidamente sobre el brazo derecho abriendo y cerrando la mano. El resultado, encerrado en la celda de mis dedos un mosco pataleaba. Cosas inútiles que aprende un hombre solo, ciego y vago, bebiendo el sol todas las mañanas, durante ya casi cinco años. Ahora, el dilema, tiró al mosco contra el suelo matándolo, o abro la mano y lo dejo en libertad, jugar a ser dios.
Entrar en la vida de alguien es jugar a ser dios. Percibí su olor y mi pecho de treinta y cinco años, sintió nuevamente el deseo de mujer, solo deseo, búsqueda de besos, de piernas, de senos. Solo deseo lo decidió todo. Solté pues de mi mano el insecto, y yo dios sonreí a Alejandra. Cuando asistía a charlas con amigos, me preciaba de ser buen conversador, y yo dios decidí hablar con Alejandra. Pequeños chistes. Y desde entonces, yo dios salí a las calles de la ciudad a caminar con ella.
Un martes, el aire en el cielo debía ser gris, sentí sobre el rostro una pequeña llovizna con un ligero sabor ácido de smog, va a llover, sonreí; mis manos estaban heladas por el frío, las coloqué sobre una columna de un edificio en construcción, juró que percibí que el edificio tenía más vida que yo, debía ser un edificio gris, cientos de veces gris, al cual centímetros de pintura no le han quitado lo gris; y tenía el edificio más vida que yo.
A lado del hombre gris y del edificio gris, ella, y nuevamente su silencio de niña maltratada, de baños en la madrugada con agua fría, su voz tímida, migrante. La verdad, el hombre gris, yo, recurrió a la soledad buscando a alguien; el hombre gris conversó con ella. Poco a poco, ella se encontró con el hombre gris; quiso cuidarlo en los días nublados, cuando el hombre gris parecía confundido y se ponía las manos en el rostro, las frías manos, y sonreía con tristeza (pues el hombre gris sonreía con tristeza, y esas eran las únicas veces que reía). Y ella amó al hombre gris, y hasta creyó que el hombre gris era genial, debía haber genialidad en un ciego que leía diariamente varias horas en braille; debía haber genialidad en aquel que corregía sus palabras de muchacha migrante.
Ella me habló de sus carencias afectivas, de sus líos filiales. Buscó mi consejo. Yo siempre he sido malo para aconsejar y no pude decir nada; escuché, oí su vos azul con tonalidades negras y dicción gris. La abracé fuertemente, ella necesitaba un abrazo. Luego, caminatas largas por el barrio. Luego, algo parecido al amor.
Y así hasta esa tarde en la cual tuve la extraña tentación de mirarla. Mire sus ojos, su rostro especialmente hermoso por el hecho de quererme. Luego volví a ser ciego, cerré los ojos e intenté grabarla en mi memoria. Solo practico, me preparo para la muerte, me anticipo a la nada con la ceguera.
Y sin embargo regresó. Luego hubo silencio.
Hoy salgo a recorrer las calles de Quito. Conmigo el largo bastón de aluminio y ella. A veces palabras a veces silencios. Al atardecer, con besos compulsivos intento olvidar la mediocridad del día y mi miedo infantil a la vida, sumergiéndome en la boca de ella.
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