Nieta de libertadores
- JUAN CARLOS MERIZALDE VIZCAÍNO

- 11 oct
- 15 Min. de lectura
José de la Cuadra
Breve introducción del bloguero
Hace unos meses me hicieron una corrección sobre una pieza de historia, el amable corrector citó como fuente a Montalvo, y la obra de Montalvo. De manera inmediata busqué en la red y me encontré con la novedad que los textos completos de Montalvo no están en la red. ¿Por qué un clásico del pensamiento ecuatoriano ya sin derechos de autor, no consta en la red? Una simple minga de todos quienes tengan interés podrían poner cientos de clásicos ecuatorianos en la red. Yo hago mi parte y coloco, este cuento del "mayor de los cinco" sobre la base de sus obras completas de Editorial de la Casa de la Cultura, 1958.
I
Era la aurora de aquella magna noche memorable: su noche de bodas. Abrió lentamente los ojos y se desperezó, exhalando en suspiros el cansancio y el asco de su cuerpo.
Recordó...
Fue una roja visión: la pesadilla de un opio rojo.
Estaba sola en la pieza. Abandonó el lecho mullido que sólo a medias sentía suyo; se echó sobre el pijama un pañolón y fue a abrir la ventana.
Se asomó.
Amanecía allá afuera, en la libertad alegre de los campos, y miró con ansia el amanecer. Hambrientos estaban sus ojos de esta luz de sol levante, que sonríe con la inocencia de un pequeñín que es; y hambrientos, sus oídos, de estos cantos atortolados y conyugales de los pájaros. Porque ahora —¡ahora! — sentía una necesidad vehemente de pureza y de amor...
Plena su mirada de la infinitud tropical del paisaje, hubo de humillarla a un solo lugar concreto: las tierras de siembra. Eran arrozales ilimitados, —locura verde de la tierra— arrozales cuyas matas sacudían en lo alto, como un penacho, el oro de los granos... Se deleitó en la contemplación del sembrío, pensando que aquel oro vegetal habría luego de traducirse, si no en oro mineral, en billetes de banco que tanto valen como él. Y el egoísmo la dominó.
—Todo esto es mío desde hoy. ¡Mío! Pero...
Y rememoró su pobre vida anterior
II
... Se veía chiquitina, con desgajada faldilla por único indumento, pescando camarones a lo largo de la orilla, obligada a esa labor en ayuda de la casa. ¡Ah, lo pasaban muy mal en la casa! Apenas si había para acallar el grito del estómago, caprichoso y tiránico, con la escasa paga que recibía su padre, trabajando en estos mismos campos de que ella era ahora dueña absoluta. ¡Cómo los tiempos cambian! Dicen bien que, tal un trompo, da vueltas el mundo. Antes… Ah, cuando se hizo hembra del todo y no pudo ya salir sola a pescar porque la seguían los mozos; cuando su carne comenzó a hincharse en turgencias nuevas, al empuje interior de su sangre joven, igual que se hincha la tierra al impulso de la semilla que va a germinar... Recordaba bien su lenta transformación dolorosa de niña en mujer. No la dejaron ya corretear por los potreros, toreando a las reses bravas, ni treparse a los árboles en demanda del panalillo de las avispas. Y le enseñaron a huir de los hombres, como huía, por instinto, cuando allá lejos, hacia la montaña, aullaba el jaguar. ¡Lo que sufrió en cuerpo y espíritu durante la época de su transfiguración! Pero después... Acostumbrada ya a la vida sedentaria de “mujer de su casa”, descubrió en esto un deleite nuevo, y se encontró poseedora de una desconocida capacidad de hacer bella la vida: el amor... La casa donde ella vivía se alzaba en la orilla del río, y en la orilla opuesta, frente a frente, estaba la covachita pobre que habitaba Nicolás Mena. Ella gustaba verlo partir, cada mañana, aguas abajo, desafiando el blanco peligro de las ondas con su canoíta voluminosa y pequeñina; admiraba vagamente a este musculado mocetón broncíneo que tenía un raro aire de dios o de estatua; y el guapo parecía gustar asimismo de ella, porque en mirándola dificilillo se hacía que la dejase de mirar. Hasta que un día... ¡Oh sus palabras, diáfanas y sinceras, balbucidas apenas! “Ve, Lola, es que yo a vos te quiero, ¡caray!”.
Tomada por la fiebre de recordar, la recién casada se despreocupó del paisaje, cuya contemplación en un principio absorbió por entero su atención. ¡No! Eso era el presente; y el pasado flotaba mágico y dulce ante sus ojos aureolado con un halo de melancolía... ¡Oh, el pasado! ¡Las cosas que fueron y ya no serán!
Arrastró una silla junto a la ventana, y acodada en el alféizar, sumido el rostro entre las manos, pidió a su memoria el consuelo de retrotraer...
...Se vio moza ya, enfundada en su trajecito de zaraza clara que la esculpía. Estaba comprometida con el mejor partido que, entre los de su clase, había en la comarca: Nicolás Mena. Lo amaba ella con la magnífica sinceridad de su ignorancia en materia de sentimiento; la correspondía él, igual por igual. Y nadie ponía reparo a esa unión de gente sana y amante que traería quién sabe cuántos seres más a gozar la belleza de la vida... “Lola, que no vayas a esa fiesta!” ¡Ah, eso sí, cómo era celoso él, cómo era terco, a veces! Pero es que tenía razón, pues: ¿no era su Lola la más real hembra de San Rafael y aledaños? ¿no se la envidiaban todos? Además, que ella, en ocasiones, reía demasiado... Una vez —¡qué hermoso el recordar!—, una vez, en un baile, por su personita corrió sangre. ¡Y fue ese endemoniado celoso de Nicolás el autor de la bulla! Corrió sangre... Lo quiso más desde ese día en que lo vio machetear a un hombre a quien ella sonrió..., y durante los ocho meses que estuvo preso en Guayaquil —feliz, que sólo hirió levemente a su rival— lloró su ausencia, y hasta pretendió, en el colmo de las osadías, aventurarse en un viaje a la ciudad lejana e ignorada... (¿Guayaquil? Para ella, como Roma, o Londres, o la gloria)... Cuando volvió, libre al fin, cómo fue ardiente ese beso que ella le dio: seguramente borró el frío que la prisión habría dejado en su cuerpo como huella... ¡Y pensar que al cabo de todo, no había pertenecido a este hombre, para el que se destinó ella misma, y por quien, en la intimidad, gozó al ver cómo sus encantos adquirían poco a poco extraordinaria relevancia!
El sol se alzaba ya a un metro —fantástica medida— sobre la recta del horizonte. Lola sonrió tristemente a este sol que alumbraba su primer día de casada.“Casada con otro!” Tres años atrás, no se lo habría creído. ¡A una bruja, así fuera...! ¡Imposible! Si él moría —pensaba entonces— no sería de nadie; y si vivía, pues de él esclava fidelísimal. Y sin embargo... Riñó con Nicolás por cositas tontas, con ánimo de reanudar días adelante las relaciones de amor indestructibles; pero sucedió que el dueño de la hacienda —Gonzalo Béjar, un español sesentón—, se interesó por ella, y habló de mandarla a Guayaquil, a casa de una de sus parientas, para que se educara y “sirviera a sus padres”. Estos aceptaron la propuesta ampliamente generosa al parecer, y obligaron a la rebelde... Partió ella con un doloroso presentimiento que se habría de realizar. ¡A pesar de que era absurdo! Meses pasados, supo por una carta del propio don Gonzalo que Nicolás Mena tenía “madre e hijos” y que había solicitado, para vivir y trabajar, un terrenito en la hacienda: esto ayudó a que olvidara más de prisa a su novio, de quien, la verdad, ya poco se acordaba. La vida porteña, despreocupada y alegre, la arrastró en serio, y las chiquillas bien, en cuyo hogar tenía un puesto, la hicieron adivinar nuevos cielos bajo los que podrían volar las alas de su ambición de Eva... Amén de que la instrucción que un maestro le daba en casa, aclaró muchas ideas que tenía esbozadas su natural ingenio de mujer tropical... ¡Simpática figura la de ese oscuro soldado de Minerva, que la brindó agua de luz para su espíritu! Parecía como si la vida lo hubiera estrujado mucho... por lo raído que llevaba el terno.
Recordaba sus conversaciones con el maestro... ¡Cómo la había impresionado un bello cuento trágico que él le narró: ¡la historia de la patria! Ah, ¿de modo que eran españoles, paisanos de don Gonzalo, los que tanto hicieron sufrir a los hombres de la tierra nuestra durante la conquista y la colonia? ¡Bueno era saberlo, señor! Conque los españoles... Pasional como era —por el mero hecho de haber nacido bajo la línea—, odió a esas negras figuras inquisitoriales de los conquistadores: un día rompió la página del libro donde aparecía el rostro fiero de Francisco Pizarro. ¡Pizarro! Ah, cómo aborrecía a este plebeyo engreído que pisoteó la nobleza sacra y real de los Incas, que mancilló la esmeralda de los Shyris, que violó la virginidad de las Hijas del Sol... ¡De las Hijas del buen Padre Pachacamac! Ella se sentía vagamente hermana de las vestales de aquel culto lúbrico y fálico —¿no fecunda el Sol?— en el fondo. Vagamente hermana... Muy posible era que en sus venas corriese sangre india pues. Además, —y de eso estaba convencida— debía descender de un soldado de la Independencia. ¿Por qué no? Su apellido —Velandia— lo llevaba uno de los héroes a quienes León de Febres Cordero dio por heráldico sobrenombre “Bravos de Yaguachi”. Venía luego —concluía en ilógica conclusión— de aquella brava gente que hizo nacer la aurora de la libertad tras la noche tenebrosa de la colonia. Era... ¡nieta de libertadores!
Lola Velandia suspiró amargamente al recordar sus lucubraciones de muchacha ignorante que empezaba a saber. Hoy no les daba importancia. Amén de que se había casado con un español.
...Se le antojaba imposible que esto hubiera sucedido. Faltaba un racional criterio de las épocas y las circunstancias, pensaba que fue criminal el manejo de los intrusos civilizadores, y juró odio a todo cuanto de esos hombres vino o viniese. Pero el futuro es un vientre misterioso que concibe y pare monstruosas realidades increíbles: ella había entregado a un español el prodigio moreno de su cuerpo... Don Gonzalo Béjar quiso hacerla su esposa, y aunque ella bravamente se negó al principio —no por fidelidad al novio, eso sí—, tuvo luego que ceder ante la imposición. La pintaron con tan brillantes colores su porvenir de casada, gozando las riquezas enormes del esposo próximo a morir, que se ofuscó y para ella la vejez de don Gonzalo se dibujó en el agua de Juvencia de su dinero. Aceptó... Y he aquí que, al día siguiente de la boda, sentía uno como remordimiento por haber faltado a su promesa tácita de no ser, como lo fueron estas tierras de América, dominio colonial de un extranjero.—No debí haberlo hecho nunca —musitó.
Golpearon suavemente la puerta.
—Soy yo, Lola; ábreme.Y el marido viejo y débil, repugnante casi, se acercó a ella, zalamero.
—Vamos, ¿qué cómo te ha amanecido?La carne femenina se estremeció ante el cómplice en una instintiva sensación de asco; y la vaga memoria de la piel recordó el contacto de la piel arrugada del otro.
—Bien.
Lola sintió que en su estómago se revolvía un comienzo de náuseas...
—¡Déjame! Quiero estar sola.
El viejo le pasó el brazo por la espalda, y babeó en la boca jocunda de la hembra un beso de murciélago.
—Estar conmigo es estar sola, puesto que somos dos en uno.Ella volvió el rostro, asqueada. Y como si se la ofreciera a contraste, vio por la ventana que allá en el campo, sobre una rama de algarrobo, se arrullaban dos pichones lindos y jóvenes.
II
Aunque le parecía imposible, lo cierto fue que desde sus entrañas fecundas brotó el grito temido...
En su vientre acaso se larvaba la gloria de una vida nueva.Y no obstante que alguna vez anheló ser madre, hoy que la realidad iba a cumplir el sueño, repugnó su querer de antes.
Sí: ¡ser madre! ¡La madre de un hombre! ¡Revivir en la humildad de su carne, la gloriosa facultad de los principios creadores! ¡Crear! ¡Hacer!
Pero... Ah, sería también hijo de él, del dueño que compró su cuerpo... ¡tal vez para eso! No; un hijo así no lo querría. Absurdamente hubiera querido un hijo de ella sola, de su carne autofecunda, espontánea en la generación como ciertas plantas, como ciertos organismos.
Y odió a este extraño fruto de un amor que no valía la pena llamarlo amor. Y protestó en materia y espíritu contra el huésped que se alojó en las más recónditas cavernas de su cuerpo.
Amparada en las sombras, una noche Lola Velandia se llegó a la casita del pajonal donde vivía Ña Chinta, vieja medio curandera y medio bruja, que sabía de la pócima liberadora, de los masajes que limpiaban la carne fértil.
Y cuando Ña Chinta dijo en su oído las palabras últimas, Lola Velandia, sin poder contener, la besó la mano, con un beso que era una lamida de perro por lo servil... ¡Ah, gracias, mil gracias dadas te sean, buena vieja asesina!
Era un torrente de gratitud hacia aquella mujer que proporcionó a su cuerpo esterilidad de desierto.
III
Con todo, Lola Velandia no sabría decir cuál fue el preciso momento en que comenzó a sentir aquel odio implacable contra su marido y aquel su deseo de matarlo. Ni, mucho menos, se explicaba las causas.
Quizás fue una resurrección violenta de sus ideas de antaño, del tiempo en que, leyendo la historia de la patria, lloró el dolor de la raza vencida. O quizás, la repulsión de su cuerpo fresco para el cuerpo decadente y raquítico del cónyuge. O quizás, las dos cosas se aunaron a empujarla al conyugicidio.
Lo cierto era que podía señalar tres como momentos previos al crimen, tres voces que la hablaron al oído en su afán de convencerla:
1.—La voz de la Tierra
Era una noche oscura y calurosa presagiadora del invierno próximo.
Estaban en el mirador de la casa, por gozar las escasas ráfagas del aire fresco que venían desde el río, teniendo bajo su mirada la gran mancha negra que hacían los campos y las sombras.
De pronto, Don Gonzalo, en un amplio gesto que abarcó toda la zona de sombras, prorrumpió:—¡La hacienda más extensa del país es ésta, y me pertenece!
Lola no respondió a la exclamación satisfecha de su marido. Permaneció en silencio, meditando.
Y le pareció que desde la tierra se alzaba una figura borrrosa, alta como una colina: era una india desnuda, como aquellas que aparecen en los grabados, cuya cabeza se coronaba con plumas brillantes de pájaros. Y la india extendió hacia ella sus largos brazos suplicantes y habló:
“¡Soy América! —dijo—. La América cuyo casto velo levantó Colón, cuya virginidad quebrantó osado el león ibero. Tres siglos gemí bajo las garras de la fiera; hoy que me yergo libre, soy egoísta de la nueva virginidad que puedo ofrecer a quien yo ame. Me niego a los extraños y me doy entera a los hombres que de mí nacieron. Fiel a la sangre del sol que por mí corre, sólo seré para los Hijos del Sol. ¡Fuera de mí los que no tengan un retazo siquiera de mi cielo en el cielo de sus almas! ¡Fuera! ¡Es mi venganza!”
Mientras hablaba la india había ido alzando el rostro lentamente hacia el firmamento. Luego se dirigió a Lola Velandia que la miraba estupefacta, y continuó:
“Mas... ¡Oh, tú, mujer, hija mía! ¡Qué has hecho? ¡Traición! Te has dado en dominio a un ser de esa raza que arbitrariamente poseyó mis más ocultas bellezas. ¡Traición! ¡Serás indigna de llamarte hija de América si no sacudes ese yugo malo que ha caído sobre ti!”
El grandioso fantasma se disolvió en el agua negra de las sombras.
Lola Velandia tornó a la realidad.
Oprimió el brazo del marido:
—¿Has visto?
Él se sorprendió:
—¿Qué?
Ella se dio cuenta.
—Nada, —dijo.
2.—La voz de los Animales
Cierta ocasión, Lola Velandia salió de excursión con su marido, por los campos incultos de tierra adentro. Montaba un alazán brioso que solo a ella aceptaba de jinete.
Y sucedió que en un brusquero del monte, el caballo se negó a adelantar. Desmontó su ama y tiró de las riendas; pero el animal se mostró terco.
Entonces don Gonzalo ondeó su bejuquito de montaña y azotó hasta hacerle sangre la cabeza del bruto. Lola Velandia se interpuso y defendió a su alazán del azote bárbaro. Miró los ojos grandes y húmedos del castigado y se le antojo que brotaba de ellos brava protesta.
Y una voz que le parecía que venía del aliento del caballo, sonó en su oído.
“¡Defiéndeme! —decía la voz—. Sirvo yo a mi dueño y no merezco este dolor que se me da... Además, que no tiene él ningún derecho sobre mí. Nací libre. Libres somos todos en la tierra por gracia de Natura Omnipotente; y el hombre no debe matar una libertad que vino con nosotros al nacer. ¡Malditos aquellos que impiden la obra liberal y magnífica de la vida! ¡Ayúdame, tú, mujer, pues eres buena; defiéndeme; adelanta para mí el gran día en que los hombres, los animales y las cosas serán libres en el mundo libre!”
Calló la voz. Lola Velandia sintió un extraño remordimiento porque era “dueña”, porque podía disponer a su arbitrio de la vida de estas bestias humildes a las que nunca supuso un derecho... ¡ni siquiera el derecho a vivir!
3.—La voz de los Hombres
Y fue la tercera voz la que acabó de decidirla...
Aun cuando Nicolás Mena trabajaba en San Rafael y hacía medio año del matrimonio de ella, Lola Velandia no había visto a su antiguo novio.
Ni pensó con afán en él. De modo que el amor quedaba excluido en este asunto.
Porque si todavía lo hubiese amado, podría atribuirse el crimen a un sentimiento de defensa del propio corazón atacado por un intruso.
Y el caso habría revestido sencillez de abecedario... Crimen pasional, clasificación x, y, o z; artículo de aplicación número tantos del Penal.
Pero, no.
...Presenciaba ella, una tarde de sábado, desde la ventana de su dormitorio, el pago de los peones. Eran ochenta hombres, más o menos, los que esperaban, dispersos por el placercito que frente a la casa se extendía, la llegada de don Gonzalo Béjar y su contador —joven guayaquileño éste, desecho de resaca de garçonnières y cenáculos, acogido al remanso robusto y sanitario del campo, y quien alguna vez, vanamente, hizo el amor a la mujer de su patrón.
Entre todos, se destacaba el corpachón recio de Nicolás Mena.
Al recordarlo, Lola Velandia corrió los visillos y siguió mirando tras la gasa que ahora la ocultaba.
Llegó el momento del pago. Uno tras otro, humildemente descubiertos, desfilaron los peones ante el contador que le entregaba el dinero ganado en la semana.
Hasta que le tocó el turno a Nicolás Mena...
—Se te descuentan un quintal de arroz que se perdió en el viaje desde Lomilla. Como el arroz venía bajo tu guarda...
El peón agachó la cabeza, silencioso.
—Si quieres —prosiguió el contador— se te adelantará de lo que ganes la semana entrante.
No quiso él, en un limpio gesto altanero, y se alejó entre la algarabía de los otros peones alegres, con dirección a su casucha pajiza, donde le aguardaría impaciente el corrillo hambriento de sus hijos.
Lola Velandia sintió el dolor de la escena. Hasta quiso bajar e impedir.
La contuvo el miedo a los celos de su marido... o a los más peligrosos —para Mena— del contador. Cerró los ojos y se tumbó de bruces sobre el lecho, sollozando.
Y una voz muy conocida, y que dulces acentos lánguidos tuvo antaño para ella, vibró en la estancia:
“Hablo en el nombre de quienes amasan con la levadura de su sudor las riquezas de que gozas —decía esa voz; y continuaba—: ¡Míranos! Hazte cargo de cómo es duro para nosotros vivir: sin ideal, sin placeres, sin nada que justifique nuestra vida... Trabajamos para que el amo tenga más; y nosotros que creamos su propiedad, no somos dueños de nada. ¿Comprendes? ¡Ah! y no sabes que en realidad somos nosotros los verdaderos dueños, porque lo hacemos todo? ¡Y esta tierra, además, es sólo nuestra, como es nuestra toda la tierra! Pero no obstante, esclavos permanecemos, bajo la férula de un hombre ruin y ciego; ciego, porque no advierte el sol nuevo que se cuaja hacia levante... ¡¿Lo ves tú?! ¡Mira! Mira la aurora roja que apunta. ¡Tiembla! Ya está en feto el Mesías segundo, y Lenin es el San Juan Bautista y Anunciador. Belén cae ahora en Rusia...”
Hubo un endulzamiento de súplica en la voz:“Arrepiéntete de tu riqueza, que es pecado magno ante Dios! ¡Sé pobre, que es ser santo!”
Luego adquirió un acento tonante amedrentador:“Aquí, en este rincón de la tierra, vive uno de los culpables del gran crimen social: tu marido. ¿No te es repugnante darte a un hombre así? ¿No te asquea el verlo? ¡Ah, mujer traidora a tu casta! Eres como el río que, muy alta, se olvida de que fue agua humilde de río”.
Se apagó la voz.
Y el conyugicidio fue...
Lola Velandia mató a su marido esa misma noche, hundiéndole un puñal por la espalda, mientras dormía él, fatigado de un rato de amor al que ella se prestó... (Acaso la vergüenza de su claudicación de hembra enfebrecida, apresuró la decisión asesina).
Apenas realizó el acto, corrió. Trepó hasta el mirador y tocó alarma en la campana grande de la hacienda “La Bella”, que anunciaba los mayores acontecimientos.
Se despertaron los peones. Hombres, mujeres y niños acudieron.
Y cuando todos llegaron al pie de la casa, Lola Velandia, desde lo alto, terriblemente bella a la luz estelar, habló:
—¡Tierra! ¡Animales! ¡Hombres! ¡Libres sois! Y yo, con vosotros... ¡He matado a nuestro dueño común!
Estaba rematadamente loca entonces; pero su locura fue pasajera.
IV
La peonada se revolvió, indecisa, sin comprender apenas. El contador había partido esa noche, temprano, a pagar a la gente de Lomilla, y ni siquiera quedaba el recurso de consultarlo.
Al fin, los capataces —tres negros de Esmeraldas, forzudos y bellos— acordaron echar la puerta abajo y subir para ver lo que pasaba.
Lola Velandia, en un verdadero estado sonambúlico, aprovechó el momento y escapó —es eufemismo— por atrás, por la cocina.
Corrió a campo traviesa. Iba casi desnuda, con una camisola alta, únicamente, que se quedaba desgajada a trozos en los espineros.
Una horrenda lascivia la iba penetrando.
—¡Nicolás! —gritó— ¡Nicolás! ¡Ven, pues! ¡Tómame!
La respondió el silencio húmedo del campo. Pensó en Nevada, el contador, que la deseaba.—Señor Nevada; ¡venga usted, pues!
Rendida, cayó. Se revolcó en la tierra, como en un espasmo, como si un íncubo la poseyera...
Al amanecer la encontraron, desmayada; cuando se recobró, su razón estaba ya definitivamente anormal.
En el estudio del defensor, supe del asunto.
—¿Una loca sexual, Doctor?
—Acaso.
Insistí en preguntar:
El abogado se franqueó:
—No; no tanto. La locura sexual es la base, nada más; es la causa de la causa, pero no la verdadera causa matriz.
Y ya en camino, prosiguió el joven sabio:
—El acto fue el curioso efecto de una ilustración apresurada en un cerebro no preparado, ni mental ni físicamente, a recibirla. Las ideas, como plantas mal sembradas y en terreno no propicio, produjeron absurdos frutos... Mire Ud... América vencida, la libertad de todo, el incendio ruso... ¿Se da cuenta? ¡Los conquistadores! No comprendía ella todo lo grandes que fueron... ¡Los Libertadores! Rebajó su papel hasta el punto de hacerlos pasar por seres ávidos de venganza... Y todo esto en una mujer robusta y nueva, que había amado a otro, que estaba casada con un marido débil... ¡y a quien no quería! Recuerde usted lo del aborto; recuerde las circunstancias de la tragedia y las que le siguieron...
VI
La conocí en su celda de la cárcel.
Se activaba la causa. La opinión pública la acusaba, queriendo ver en ella una delincuente habilísima que había urdido muy bien una comedia para salvar...
Pero...
Charlé con ella. Era una hermosa morena: mujer ecuatoriana —o ecuatorial— hecha para el amor.
Alma bravamente rebelde, la suya. Lista estaba siempre —femenino Quijote— a luchar contra cualquier injusticia, a protestar, en su impotencia.
Ideas mal asimiladas ocasionaron su crimen, pero la causa de este mismo, la manera, el por qué lo cometió, decían muy a las claras quién era ella...
Se había engañado en obrar así; pero, al hacerlo, creyó generosamente en la realidad de una gran acción salvadora.
...Era, sin duda, nieta de libertadores.





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