Siempre me han dado miedo los locos. No obstante estoy seguro que estoy loco y todos los días me esfuerzo por ser normal. Loco siempre lo estuve, o tal vez todo comenzó aquel día.
Lo recuerdo claramente: Se mudó a la habitación contigua a la nuestra; ella lo supervisaba todo, amable e inteligente como siempre. Yo no me di cuenta entonces que los ojos de ella se dirigían hacia él.
Mientras pasaban los días, el amor y el tiempo que Viviana me dedicaba, fueron trasladándose hacia C. Al principio pensé que podía soportarlo; soy un hombre de nuestra civilización siglo XXI, sin embargo los bajos instintos del hombre civilización cavernaria fueron imponiéndose.
Acaso Viviana pensaba que soy tonto, acaso creía que mi corazón no sentía la diferencia; o tal vez, me conocía tanto como para saber lo cobarde que soy, y por lo tanto lo incapaz de defender mi honor, al estilo de un drama de español.
Hace pocos días adquirí un revólver. A las tres de la mañana me despertaba, la luna, maldita luna, diosa de la muerte fue poniendo en mi mente la fatídica idea. Al principio luché contra ella. El arma en mis manos, los brazos cruzados apretando mi propio cuerpo, la mirada en el cielo y el influjo de la luna. Luego, me ponía a pensar en cómo hacerlo o trataba de vencer mis instintos.
Llorar primero. El arma, una frase despectiva, y al verla asustada, con gesto de desprecio le diría que no vale la pena, reiría, y botando el arma me alejaría con desdén.
No, pensé luego; reiré primero, y con la sonrisa en la boca me acercaré a ella. Tal vez ocuparé un viejo cuchillo; tal vez le daré un beso y estando aún ella entre mis brazos, le hundiré la daga en su cuerpo.
La noche terminaba con esas ideas, el sol las alejaba, bendito sol. Resultaba cómico, era en esos días una figura de leyendas ancestrales huyendo de la luz.
La risa se me volvía insoportable. Me parecía entonces, que todo el mundo se burlaba de mí. El camino ya no tenía salida. Mi muerte, no era una alternativa, pues si para quitar la vida a otro necesitaba valentía, para matarme la necesitaba mucho más.
Entre malignos y benditos, razones y justificaciones, sol y luna, había ya casi desistido de la idea homicida. Pero ese día llegué temprano a casa; era uno de esos días hermosos, en los cuales el ánimo se siente inclinado a creer en Dios, ese día lo maté.
Lo supe casi de inmediato, el ambiente olía a infidelidad. Cegado por los celos me dirigí hacia la habitación donde C acostumbraba pasar. Los encontré juntos. El, soberbio, casi sin sentimientos; ella disfrutaba su compañía, tomé la pistola y disparé una, dos, tres veces. Todo había terminado.
El humo del computador llenaba la habitación, definitivamente lo había matado, ella nunca más volverá a traicionarme.
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